Cada 12 de octubre vuelven a mí los recuerdos de muchos lugares y demasiadas heridas. El Día de la Hispanidad no es solo un desfile, ni una fecha marcada en rojo en el calendario. Es un recordatorio de todo lo que hemos vivido y de lo que seguimos siendo, pese a quienes pretenden enfrentarnos una y otra vez.
He tenido la suerte —o el peso— de conocer de cerca los extremos del fanatismo. En Cataluña, cuando el miedo se respiraba por culpa de los GRAPO o Terra Lliure; en el País Vasco, cuando ETA decidía quién podía vivir y quién debía morir; y en Bosnia, donde el odio convertido en ideología lo arrasó todo. He visto lo que ocurre cuando una bandera, una lengua o una creencia se transforman en fronteras entre hermanos. Y no quiero volver a verlo jamás.
Cada 12 de octubre, mientras España celebra su Día de la Hispanidad, para mí el corazón se divide entre memoria y alegría. Memoria de lo que he vivido, y alegría de que mi hija llegó a este mundo justo en esta fecha, 32 años atrás, trayendo luz donde antes había incertidumbre.
Hace 33 años comenzó la Guerra de Bosnia. Yo viví sus consecuencias. Vi ciudades arrasadas, familias destrozadas, sueños convertidos en escombros. Aprendí que el fanatismo, aunque se envuelva en banderas o consignas, siempre destruye aquello que dice defender. Allí comprendí que el amor verdadero por un país no se mide con palabras grandilocuentes, sino con actos de coraje, humanidad y solidaridad.
Y mientras celebramos la vida de mi hija cada 12 de octubre, recuerdo que la verdadera grandeza de un país se refleja en quienes lo protegen sin pedir nada a cambio: militares, guardias civiles, policías, servidores públicos… Hombres y mujeres que dieron su vida por España, o que llevan sus heridas en silencio, sin importar ideologías, sin necesitar un carnet de partido. Ellos son los verdaderos dueños de la patria, aunque nunca hayan reclamado ese título.
El patriotismo no se mide en decibelios ni en banderas ondeando al viento. Se demuestra con coherencia, con respeto, con actos que salvan vidas y dignidad. Lo aprendí viendo caer compañeros, escuchando el dolor de quienes perdieron todo, y comprendiendo que España merece lealtad y amor, no discursos vacíos.
Hoy, cuando veo cómo se usa su nombre para dividir, cómo se empuñan los símbolos que deberían unirnos, no puedo evitar sentir tristeza. Porque España no necesita más dueños. Solo necesita memoria, respeto, coraje y un poco de humildad.
Por eso me duele profundamente que hoy haya quienes intentan dar lecciones de españolidad desde la comodidad de un escaño o desde el altavoz de un partido político. Como si amar a España dependiera del color de una papeleta o de un discurso. España no es suya. España somos todos: los que la servimos, los que la sufrimos, los que la soñamos cada día sin necesidad de proclamarlo.
He visto morir a compañeros que dieron su vida por ella, sin pedir nada a cambio. Militares, guardias civiles, policías, hombres y mujeres que creían que servir era su manera de querer, sin buscar la división, o dar lecciones de españolidad, simplemente cumpliendo con su deber. He visto lágrimas silenciosas de familias que aprendieron a vivir con la ausencia y el abandono en múltiples ocasiones, excepto cuando políticamente necesitaban usarlos. Ninguno de ellos necesitó un partido para sentirse español. Solo tenían una bandera, la de todos.
Y también he visto lo que pasa cuando se pierde el respeto, cuando el extremismo suplanta al diálogo, cuando se juega con los símbolos que deberían unirnos. En Bosnia aprendí que las guerras no empiezan el día que suena el primer disparo, sino el día que alguien decide que su verdad vale más que la vida del otro.
Por eso, en este Día de la Hispanidad, solo quiero pedir una cosa: que dejemos de usar el nombre de España para enfrentarnos. Que la bandera vuelva a ser lo que siempre fue: el abrazo que nos cubre a todos.
Porque España no necesita dueños. Solo necesita hijos que la amen.